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Cien años de César Dávila Andrade.



Cuenca 1918 - Caracas 1967


El cinco de octubre de 2018 se cumplieron cien años del nacimiento de un hombre que murió por decisión propia antes de llegar a los cincuenta; de un obrero de la palabra y un arquitecto del lenguaje que buscó a través suyo una suerte de iluminación mística o de trascendencia a la simple existencia material.

César Dávila Andrade fue un escritor completo que enfrentó la poesía, la narrativa y el ensayo con igual éxito y durante su tiempo de existencia, durante su paso por este mundo, su vida y su escritura se encontraron enlazadas y combinadas de tal forma que su propia muerte expresa dicha simbiosis, porque en su biografía cuerpo y palabra expresan con la misma intensidad su vehemente y casi desesperado afán de encontrar un sentido a la existencia a pesar de los monstruos y fantasmas que lo acosaron fundamentalmente impulsados por su alcoholismo, contra el que luchó y el que finalmente lo hundió. El propio gesto de cortarse la garganta con una hoja de afeitar frente a un espejo, tras salir de una fuerte crisis con la bebida, había sido anunciado, de alguna manera, en las repetidas escenas de personajes suicidas creados por su pluma, entre los cuales sobresale, por ejemplo, el entrañable y viejo cóndor que se deja caer al abismo cerrando sus alas en pleno vuelo en el cuento titulado El Cóndor Ciego. Poderosa imagen que anticipa la del propio autor lanzado a la muerte.

En uno de sus poemas decía:

Nadie sufre ya más en la extremidad de la tortura,
porque la muerte, como la demencia, ataca el corazón con talismanes!

La potencia de la expresión de César Dávila Andrade, incluso en la densa y difícil abstracción de algunos de sus escritos, especialmente durante su última etapa creativa, que es la más hermética de todas, no deja indiferente a nadie y ninguna persona sale indemne del contacto con su palabra.

Precisamente, su relación con ella, entendida como su herramienta de trabajo, lo hizo compararse muchas veces con un albañil. Quizás por ello escribió desde y sobre la materia obcecadamente. “Espacio me has vencido” u “Oda al arquitecto” son solo dos títulos que ejemplifican la potencia de su mirada al analizar sagaz y profundamente el entorno que lo rodeaba. Así mismo, tal comparación revela la sencillez de un espíritu generoso que padeció la suerte de los desposeídos como si fuese la suya propia, quiero decir, la desvalidez de indígenas esclavizados o brutalizados así como la de los marginados de la sociedad lo conmovía de una manera inexpresable. De ahí surge su monumental “Boletín y elegía de las Mitas”, obra que representa, al mismo tiempo, un fin de período para el escritor.

A Dávila Andrade le tocó vivir un tiempo de transición y él mismo es una suerte de bisagra de la literatura ecuatoriana, entre la generación del treinta, aquella de los cinco como un puño, y la generación de autores más contemporáneos tanto en la lírica, como Efraín Jara Idrovo y otros, así como en el relato del último cuarto del siglo XX, pues autores más jóvenes vieron en Dávila un referente central para construir una obra basada en el trabajo obsesivo sobre el lenguaje. Las palabras fueron su única posesión y conocerlas a profundidad, alcanzando la trascendencia a través de ellas, su mayor ambición.

De alguna forma los dos pilares de su obra, el misticismo profundo y hermético, por lo cual deviene rosacruz y se aproxima a la meditación zen y la práctica de técnicas yoga, y por otro lado su profunda inclinación hacia lo social, son respuesta a la asfixiante atmósfera de su ciudad natal con la que mantuvo una inevitable relación de amor-odio, así como con su padre, hombre profundamente conservador, mientras que con su madre mantuvo una relación de una auténtica veneración platónica hasta el final de sus días. En efecto, motivado en parte por un entorno brutalmente clasista, propio de la Cuenca de los años cuarenta y cincuenta, donde los auto calificados mejores poetas de la ciudad se imponían a sí mismos coronas de laurel reunidos en la llamada Fiesta de la Lira creada para rendir culto a la Virgen María en poemas melosos y rimbombantes que hoy nadie recuerda, Dávila Andrade cultivaba la palabra de una manera que nadie había hecho ahí hasta entonces y que, por tanto, nadie comprendía.

Motivado por tal indiferencia hacia su trabajo y por su pobreza material y la de su familia, Dávila Andrade migró primero a Guayaquil, donde trabajó como mesero en la casa de Carlos Arroyo del Río, ex presidente del Ecuador de innoble memoria, quien solía decirle que él había sido contratado para servir licor en sus fiestas y no para hacer poemas a los invitados.

Luego fue a Quito donde empezó a ser reconocido y desarrolla buena parte de su obra viviendo siempre en medio de enormes necesidades materiales y sometido a largas y casi interminables jornadas de bohemia. Es entonces que conoce a Isabel Córdoba, mujer de buena posición social 18 años mayor que él, una evidente figura maternal con quien se casa y quien lo lleva a vivir a Caracas para alejarlo de las que, ella consideraba, eran unas “malas influencias.”

Casi diez años después es en Caracas la ciudad en la que, finalmente, al salir de una de sus crisis alcohólicas toma la impresionante decisión de terminar con su vida degollándose él mismo con una gillete. Fue su último gesto de escritura y su sangre la última tinta de sus mensajes mundanos. Hoy en día aquel aspecto de su biografía, junto a su bohemia indeclinable, hacen de su figura un referente extremadamente seductor para las nuevas generaciones de artistas en todas las disciplinas siendo, finalmente, la calidad de su producción literaria, junto a ese desenfrenado afán de vivirlo todo a profundidad, y de existir por y para el arte, lo que convierten a César Dávila Andrade en un gigante de nuestras letras, responsable de frases únicas como esta: “nunca estaremos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón."

París, octubre 2018




 

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