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Iván Mora, o las paradojas del cine ecuatoriano.


“Aunque por su función hable del lenguaje de los otros, hasta el punto de 

querer aparentemente (y a veces abusivamente) concluirlo, 

el crítico, como el escritor, nunca tiene la última palabra.”

Roland Barthes


En 2022 pudimos ver dos nuevos títulos de Iván Mora, una ficción y un documental, géneros en los cuales trabajó también sus dos películas anteriores, y eso nos da la oportunidad para abordar, desde el culto cinéfilo que impulsa la escritura de estas líneas, no solo la apreciación y crítica de esas obras en particular sino, también, una reflexión en forma abierta sobre la situación del cine ecuatoriano en general, donde se ve repetidamente, según mi perspectiva, la manifestación de una mayor madurez y vigor en el género documental, frente a un cine de ficción al que le cuesta consolidarse en propuestas narrativas estructuradas de forma contundente. Más allá de las dificultades presupuestarias, por las diferencias de tamaño en los tipos de producción, veo algunas hipótesis posibles que, a su vez, nos permiten aproximarnos a respuestas que expliquen lo dicho, no sin antes reconocer, de partida, la trascendencia del estreno de las obras en la carrera de su director, dentro de su evolución, recorrido y búsqueda artística tanto como sus aportes al cine local; en las cuales en resumen se exploran relatos que, por un lado, nos dejan el descubrimiento de una figura entrañable, a través del retrato de un personaje icónico que resulta difícil describir en pocas palabras y que bien puede devenir canónico dentro del repertorio de diversidades humanas del Ecuador contemporáneo; tanto como la representación borrosa y fútil, con menos éxito, de una generación hermética de hipsters criollos treintañeros, suspendida en su burbuja existencial.


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La Playa de los Enchaquirados

Documental. 86 min.

Iván Mora

Ec. 2021


Esta pequeña (en presupuesto) gran película podría llevar un subtítulo clásico: retrato de personaje con comunidad al fondo, porque no se trata de un documental donde se haga el recorrido de un largo segmento existencial del/la protagonista, y como tal resulta casi perfecto, y digo casi simplemente por no decir que lo es. Porque, como todos los grandes retratos, logra cautivar al espectador capturando los rasgos principales, el gesto auténtico, natural y desinhibido del retratado, en este caso Vicky Hilario, pescador trans de la comunidad de Engabao, provincia de Guayas, de quien nos quedamos con ganas de conocer más de su vida y sus tristezas apenas insinuadas; pero también nos quedamos con la sensación de haber convivido durante un tiempo con Vicky luego de penetrar en su intimidad, con cierto pudor y respeto, para conocer de forma cómplice su cotidianidad y estrategias de seducción, tanto como la de sus amistades y un entorno que parece ajeno a los prejuicios que marcan el día a día de las ciudades ecuatorianas y su convivencia torturada. Vicky Hilario en su cotidianeidad es persona y personaje, interpreta un rol conscientemente en el teatro de la vida, su vida, y eso registra la cámara.


Engabao podría ser la tumba de aquel dicho que dice “pueblo chico, infierno grande”, porque nada, dentro de este contexto local, muy arraigado a la vida en comunidad, parece aproximarse a la idea del averno para sus habitantes, quienes no expresan prejuicio alguno sobre la sexualidad de Vicky, dejando también en desuso aquella frase sartriana, máxima del existencialismo, de que “el infierno es el otro”. Y, aunque habría que preguntarse quién o qué es lo “otro” para ella, resulta todo lo contrario. ¿Demasiado perfecto para ser verdad? ¿Demasiada ingenuidad e idealización de mi parte? Probablemente. Lo cierto es que la tolerancia y apertura de relaciones, entre identidades diversas, y la naturalidad del rol que Vicky juega localmente, nos hacen pensar en una comunidad feliz. Una comunidad de masculinidades no heteronormadas feliz, hay que decirlo.


La historia antigua de la población está mencionada en el título de la película. La definición de enchaquirado, atribuida originalmente al precursor de la arqueología ecuatoriana, Víctor Emilio Estrada, hace referencia a elementos antropológicos e históricos mayores, presentes desde los tiempos del cacique Tumbalá en la Isla Puná y su harem homosexual, que tenía por misión cultivar, religiosa y exclusivamente, un sexo de carácter ritual y que son los factores que, de hecho, conforman las condiciones de posibilidad para la existencia contemporánea de una amplia y organizada comunidad gay en Engabao, de la cual hace parte el personaje, y que reivindica las raíces ancestrales de dicha tolerancia. Cosas del diablo, dirían en su momento los colonizadores católicos. Fue al conocer esta historia, a través de la investigación académica de amigos antropólogos que acompañó Mora, sobre un aspecto que cuestiona, directamente, la tradición colonial judeocristiana de la sociedad urbano mestiza ecuatoriana, el pretexto que dio el impulso inicial al director para realizar la obra y narrar la historia de un pueblo obrero de origen nativo que, si bien ha perdido la lengua, reivindica su libertad sexual homoerótica ancestral.


La sinopsis bien explica que Vicky Hilario es pescador de día y por la noche es dueña de un bar. La contradicción aparente entre estos dos oficios, así como la belleza y dureza del mar en sí mismo, al vivir a sus pies y dedicarse a faenas que endurecen las manos y ensanchan las espaldas, que empiezan de madrugada y duran largas horas y jornadas, no sólo no son una traba sino que son el marco en el cual el personaje se libera y aflora su ser, expresándose sin vergüenza alguna, con total libertad y naturalidad. La presentación de la historia sin duda atrapa al espectador, tanto como el físico de Vicky Hilario, por su apariencia pétrea, mineral, opuesta al canon occidental de una belleza que está en las antípodas de lo ancestral. 


Es cierto que el documental no entra en detalles de la vida material y las necesidades del personaje, aunque lo plantea, a grandes rasgos, para que tengamos una idea del contexto, pero la conclusión tras ver la obra no sólo es que estamos frente a alguien nacido para la cámara, tal como es su propio sueño revelado, como fan y admiradora ferviente de Lupita Ferrer (podría ser Shakira, por lo de enchaquirados - in/evitable pseudo referencia fonética), cuyas telenovelas ve una y otra vez en copias piratas de dvd - como si estuviese escrito dentro de una novela de Manuel Puig -, sino que la vida al interior de la comunidad de Engabao resulta admirable, por la integración en muchos aspectos de quienes hacen parte de ella. Es verdad, es un retrato y una mirada idealizada, no sólo de Vicky sino de la comunidad en la que vive, frente a la cual, por contraste, los urbanitas nos sentimos interpelados y cuestionados, por nuestros prejuicios y moralidad caduca. Quizás, simplemente, al final dicha impresión sea resultado de asistir a los aspectos de plenitud y gozo de los personajes, pero no es que se oculten otros elementos menos dichosos, algunos se esbozan y mencionan sin desarrollar, por ejemplo los problemas de salud de Vicky. 


Ahora bien, todo esto mediante una puesta en escena muy austera e inteligente, así como una estructura narrativa que es un acierto, con una cámara que logra colarse en los ambientes de la protagonista y registrar todo con mucha destreza. Gran parte del mérito de la obra consiste, claramente, en que es muy transparente y sencilla. Nunca resulta pretenciosa o formalista, como, en contraste, sucede con las obras de ficción del director, llegando a ser el principal defecto de Gafas Amarillas, en especial. Por el contrario, en esta obra documental, hacer virtud de la dificultad es el principal síntoma del gran talento de Iván Mora, quien además usa de forma estructural un concepto central del cine: el fuera de campo, tanto por lo que queda al margen de la cámara, cuanto por fuera de la historia en sí misma. Sin duda, hay muchos aspectos en los que se podría profundizar para conocer más no sólo de quien protagoniza el relato, también para abordar una problemática social y culturalmente muy compleja, y mucho más aún de la propia comunidad de Engabao y su pasado tan presente, pero el director elige acertadamente centrarse en momentos y espacios clave para reflejar la cotidianeidad de Vicky como personaje y, en ese contexto, hacer su retrato documental.


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Gafas amarillas

Ficción. 98 min.

Iván Mora

Ec. 2021


El segundo largometraje de ficción de Iván Mora (1) aparece como una obra con un marcado desequilibrio entre su apuesta visual y una muy cuidada puesta en escena y fotografía, digamos con un excesivo peso de los aspectos formales en general, contra elementos estructurales dramáticos que, idealmente, una película debe tener para funcionar correctamente. Las interpretaciones de los actores, y la caracterización de los personajes, poco pueden hacer en una situación que les proporciona elementos exiguos para construirse sólidamente y generar empatía hacia ellos, al margen de los intérpretes en sí aunque, por supuesto, todo esto es subjetivamente discutible. Y de eso se trata, precisamente, una crítica. 


Si tuviera que señalar cuál es, para mi, el principal problema de este largometraje de ficción, segundo del director, echaría mano de un concepto sociológico por deformación profesional, para señalar un elemento macro que lo desequilibra todo a nivel dramatúrgico, y es su carencia de densidad histórica. Me explico. Lo que se cuenta no muestra ninguna historicidad específica, ya sea del pasado o que esté en construcción, se trata de un contexto genérico, porque la historia aparece colgada en un tiempo presente suspendido, inespecífico, sin darnos mayor posibilidad de atar lo narrado con algún hecho en concreto, sea local o mundial. Se entiende, por una serie de elementos, que la película es contemporánea, pero, más allá de la imaginación del autor ¿a qué realidad corresponde? Este es un elemento que atenta a la credibilidad de la película y, ojo, nadie está pidiendo un espejo que refleje la realidad “tal cual”, sólo que los sucesos (tanto en lo macro cuanto en lo que implica directamente a los personajes) se sostienen de forma endeble y hasta displicente, da la impresión de que, dicho tejido, es un dato que no interesa.


Estos contextos endebles, aéreos, casi gaseosos, demasiado ligeros, poco densos y que apenas sostienen a sus personajes, aparecen como la característica de una tendencia generacional, la de centrarse en relatos que retratan momentos existenciales andinos (¿anodinos?), serranos, quiteños, pequeñoburgueses, emplazados en una realidad que resulta difícil ubicar con precisión (podría ser La Floresta, podría ser Amsterdam o Bruselas); que ha marcado un clima de época del cine ecuatoriano de ficción, en especial a partir de la segunda década del siglo XXI, y que vemos presente en muchas películas, en general, a través de atmósferas levemente contextualizadas o abiertamente descontextualizadas, y con a veces pequeños y otras grandes detalles inverosímiles que lo echan todo a perder, como por ejemplo el de proponer historias de escritores/as jóvenes que viven dilemas de personajes populares, como una especie de celebridades pop, en un país que lee libro y medio por persona al año y cuya “industria editorial” se encuentra profundamente fragmentada.


Importante decir que, con densidad histórica, no me refiero a la necesidad de algún tipo de denuncia social, o a la reivindicación de algún tipo de cine comprometido o político (siendo que lo “apolítico” también manifiesta una posición política), o de realismo social en alguna de sus formas, nada de eso. Hablo del contexto histórico de los relatos, del marco en el que suceden y, de plano, la prácticamente nula interacción con una realidad local que simplemente no aparece, ni siquiera en aspectos antropológicos o culturales básicos, propios de la compleja diversidad social y étnica que puebla el país y su sociedad de clases, estructuralmente racista, machista y clasista (valga la redundancia), profundamente colonial y dividida. Digamos, problemáticas que surjan de este tipo de contexto, o que lo utilicen como telón de fondo, no existen en el cine nacional del que hace parte Gafas Amarillas.  


No se trata de desconocer o irrespetar la honestidad intelectual del artista, ni de nadie, ya que hablamos de obras con muchos años de trabajo y profesionalmente bien realizadas, sin embargo, el espectador también ocupa su tiempo lo que dure el film para verlo y, de alguna manera, de eso se trata el cine: de un intercambio de “favores” entre el/la creador/a y el espectador que se concreta en la sala de proyección, o en la pantalla en la que sea vista la obra. El principal y único compromiso del artista, sea cual sea su disciplina, debe ser con la escritura, su escritura, eso está claro, porque, como decía el bueno de Barthes, el estilo es ese “lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor”, lo cual implica fondo y forma de una obra. El éxito de dicha empresa se produce cuando el lector o espectador se cree la historia que le están contando, o se identifica emocionalmente con ella de alguna manera. Me pasó que no pude conectar con Gafas Amarillas y su bienintencionada propuesta, demasiado ligera y liviana. 


Lo que está sucediendo con nuestro cine de ficción es que los cineastas que creen escribir o expresar una historia, resulta evidente que, en realidad, están siendo contados por estructuras que los contienen. El ethos moderno y sus variantes, Echeverría dixit. El propio Barthes reflexionaba también sobre “el acto de la escritura como irradiador de significancias que nos impregnan, de las que no podemos escapar”(2) y, aunque lo decía en relación a la literatura, sirve para referir estructuras históricas y sociales que están impregnadas en el cuerpo de los artistas, como en el de todos. La cuestión es si el autor es consciente de esto o no y si lo utiliza, de alguna manera, en su obra. No parece ser el caso.



Notas:

1. Su primer largometraje de ficción, "Sin Otoño, Sin Primavera" (2012), es una obra mucho más compleja y elaborada, con un mejor equilibrio de fondo y forma y que dispone de una ambiciosa estructura coral a la cual, al final, le falta tiempo para desarrollarse mejor. Tuvo un excelente recorrido, tanto local como internacionalmente, en festivales y pantallas del mundo entero. Se trata de una película destacada, que no solo entreteje complejamente los arcos dramáticos de cada personaje entre sí, sino que, a través de sus historias, retrata a la ciudad de Guayaquil en su conjunto. Por ese y otros motivos marcó un hito para el cine de directores guayaquileños, si bien Iván Mora ha hecho toda su carrera en o desde Quito.

2. Querejeta Barceló, Alejandro. (2015) “Roland Barthes, el texto y el poder”. Disponible en:   https://revistas.usfq.edu.ec/index.php/perdebate/article/view/1200/2620


Comentarios

  1. Un placer leer tus críticas Jorge Luis, profundas contextualizadas. Muchas gracias y un abrazo. Julia

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