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"El día que me callé"


El día que me callé
Documental. 70 min.
Víctor Arregui e Isabel Dávalos.
Ec. 2022. 

Hablar sobre el documental de apertura de los EDOC 21, requiere que se reflexione, así sea de forma breve, justamente sobre la importancia de este festival para la aldea, lo cual no quiere decir que hablemos de un festival aldeano, sino, precisamente, todo lo contrario. Para empezar, resulta manifiesto que no hay otro espacio para el cine (de ficción o no ficción) tan longevo en el país, o algún otro que haya persistido y perseverado tanto. Eso ya es determinante. En el Ecuador de las experiencias efímeras, de las primeras, segundas o “x” veces; del agua tibia reinventada (y recalentada) una y otra vez, cumplir 21 ediciones es más que una hazaña un verdadero acto heroico. Y lo bello es que, al cultivar la cinefilia, cada quien pudo contribuir con su partecita de heroísmo, representado en todas las entradas vendidas, para que la tradición se mantenga. Hay que subrayar, sobre todo, el coraje del equipo del Festival y en especial el de sus cabezas quienes, en conjunto, encontraron las vías para continuar a pesar de todos los obstáculos, por más de veinte años.

Una de las tradiciones implantadas por los EDOC es que la película de apertura sea un título impactante. Por diversas razones. Dicho espacio le correspondió este año al documental ecuatoriano “El día que me callé”, de Víctor Arregui e Isabel Dávalos. Se trata de una obra que permite varias aproximaciones. De entrada subraya el mayor grado de madurez, vigor y consistencia del género documental en Ecuador, por sobre las obras de ficción. Esto es así. Me atrevo a decir, sin temor a equivocarme, que en Ecuador hay más títulos de documentales relevantes, que de películas de ficción. Más allá de las evidentes razones de presupuesto (es, relativamente, mucho más barato producir un largo documental que un largo de ficción), me parece que, en términos generales, hay un mayor equilibrio de forma y fondo en el documental, mientras que la ficción muestra muchas obras superficiales, inconsistentes, anodinas y hasta intrascendentes.

Ahora bien, siendo que se trata del primer documental de un director de ficción, esto no quiere decir que sea la película más importante en la carrera de Víctor Arregui, pero sí es la más significativa, también la más valiente y, sin duda, la más personal. De hecho, estamos frente a una obra que nos permite, y en cierto sentido nos obliga, a una relectura de todos los trabajos anteriores del director, que no solo es tal en esta obra sino que también es personaje, el protagonista del relato. Se trata de una obra testimonial, autobiográfica, donde Víctor Arregui se desdobla para narrar un episodio traumático de abuso, sufrido en su adolescencia. Y ahí la mano diestra y facilitadora de Isabel Dávalos, como codirectora, para permitir que el relato se construya y adquiera forma de catarsis. 

En general, aparte de la denuncia del hecho, sin importar el tiempo transcurrido, la obra adquiere potencia paulatinamente porque resulta significativo experimentar el arte, a través del cine, entendido también como una fuerza sanadora. Por medio del documental, la representación de la historia del protagonista adquiere una calidad terapéutica, de purga. Más aún, el concepto de representación se estira a lo largo de la obra, de forma elástica, porque con el pretexto de hacer una película sobre aquellos años de militancia política, el director pone en escena a antiguos camaradas, personas clave de su biografía, y les cuenta, décadas después, lo que le había sucedido aquellos días y que nunca les contó. Hasta ese momento. El registro de sus reacciones se convierte en el documental, a más de la emotiva y profunda conversación con sus hijos sobre el mismo episodio y su decisión de hacer una película sobre ello. 

La narración se desarrolla de forma discontinua, va y vuelve entre pasado y presente. Pone en escena los hechos y presenta la historia como una suerte de documental sobre el rodaje del documental, es decir como un making off, como el registro de una película que nunca llega a producirse del todo, porque lo que importa son las reacciones de actores y allegados del director. Y, en el clímax, a través de la puesta en escena que reconstruye los hechos, se llega a un momento dramático de recreación de lo sucedido que, sin duda, conmueve las emociones más profundas del espectador y, al mismo tiempo, representa la liberación del coautor y protagonista en el relato.  

Al elegir esta forma de contar lo sucedido, Víctor Arregui nos revela que, además de sus hijos, fue el cine aquello que le salvó la vida, en tanto a través de la representación cinematográfica encontró la forma de procesar lo que lo persiguió durante tanto tiempo. Adicionalmente, la temática, la denuncia de abuso sexual, en un contexto de debate global sobre el problema, abierto por el movimiento feminista y, en el cine y la cultura global, por el movimiento #metoo y sus expresiones locales, adquiere a través del documental una dimensión que abre más preguntas sobre la masculinidad, complejizando el tema, por el hecho de ser un hombre quien lo denuncia, mostrando toda su fragilidad y dudas al respecto, lanzando un grito silencioso, liberador y desgarrador a la vez. 

 


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