2015 cierra como un período
complicado para el cine nacional, con eventos y elementos que, por segundo ejercicio
consecutivo en materia de público, lo han marcado bajo una deriva contradictoria
y decreciente. Los números, a pesar de consolidar una cantidad de estrenos en
el año que cerró, no acompañan la performance de los títulos locales desde
2014 y no se registra, a primera vista, un estreno sobresaliente en las filas
nacionales. Las cifras, aunque imprecisas todavía, confirman una recesión mayor
en las audiencias.
A la ausencia de crítica, como
reflexionaba hace poco la revista 25 watts, que oriente las discusiones y sea
herramienta para un público en formación se suma el carrusel que las salas
comerciales han, alegremente, provocado gracias a muchos estrenos recientes que
esconden una verdad de la que no se ha hablado con claridad. Bajo la ola de
aceptación masiva provocada por la primavera del cine ecuatoriano, florecimiento
acaecido luego de que la ley de cine empezara a dar sus primeros resultados,
han arribado a pantallas decenas de films hechos por cuenta propia de
realizadores que, gracias a la tecnología digital y a inversiones en la mayoría
de casos muy modestas, han podido estrenar igualmente bajo el membrete de “cine
ecuatoriano” aprovechando un espacio abierto por producciones de mejor calidad.
Ese membrete nacional hoy lo confunde todo.
Durante un primer momento el
renaciente cine hecho en Ecuador se ganó un espacio entre el público local a
nombre, en efecto, de la calidad. Poco a poco generó atención hasta conquistar
cifras superiores a los cien mil espectadores en más de una ocasión. En
promedio, una cinta que lograba interés podía hacer sobre los 50 o 60 mil
espectadores. Dado el escaso o nulo presupuesto para la difusión el boca a boca
era su principal promoción. Hoy es su mayor debilidad. Durante el período
2007-2013 el cine ecuatoriano llegó a disputar sobre el 4% del market share de un mercado de 13
millones de entradas vendidas en promedio. A finales de 2015 ha perdido casi un
3,5% de ese pedazo y ni siquiera disputa el 1% de un mercado local
abrumadoramente colonizado por las majors.
La reciente noticia de que la
nueva edición de la saga de Star Wars, al margen de su condición de estudiado
clon de la industria del videojuego o quizás precisamente por eso, ocuparía 200
pantallas del circuito comercial nacional no deja duda de las apuestas de un
mercado marcado por un monopolio sin disputa. Las salas, sedientas de recursos
para amortizar la reciente digitalización de sus pantallas, tienen en los
blockbusters a sus principales herramientas de flujo de caja. La diversidad en
la cartelera es un lujo al que cada vez accede menos el público ecuatoriano.
Pero la pérdida no solo es en función
de los números, los cuales si los medimos en términos absolutos representan más
del 50% del mercado que había ganado el cine local, sino más peligroso aún, en
términos de prestigio.
En efecto, bajo el impreciso
membrete de “cine ecuatoriano” han llegado a salas esta serie de producciones
subestándar, lo cual quiere decir películas que incumplen con requisitos
básicos para ser consideradas verdaderamente profesionales, con fallos
evidentes de guión, propuestas estéticas inexistentes, dramaturgia y personajes
fallidos, sin control técnico alguno en materia de audio y diseño sonoro pero
que han logrado un espacio en salas gracias a la aceptación provocada por otras
obras que sí atravesaron procesos de selección rigurosos para garantizar una
mínima calidad al público. Ese prestigio ha sido destruido por un producto de
mala calidad. Tan sencillo como ir al mercado a comprar manzanas y encontrar
que las manzanas nacionales no solo son de inferior calidad sino que están
descompuestas.
La situación también hace
referencia a lo que se ha denominado como una “crisis de crecimiento”, es
decir, como un momento de declive luego de atravesar un pico de actividad. Sin
embargo, las señales de las instituciones, gremios y asociaciones para
enfrentar el temporal son débiles y generan poca certeza.
Visiblemente, no ha habido una
asociación gremial de productores que esté en condiciones de defender lo ganado.
Bajo un reverencial miedo y temor a pelearse con alguien, persona alguna habla
de frente para provocar una posición gremial ante el problema. Quizás sea
pedirle demasiado a un sector que mayoritariamente ha hecho películas de
director y no de productor, es decir, las nacientes figuras asociativas no
están en condiciones aun de manejar una línea editorial que haga conocer una opinión
de bloque frente a los problemas y que proponga respuestas que se requieren en este
ámbito. Mientras por otro lado el Cncine participa de la deriva contradictoria con
una dirección esperanzada en una futura ley del audiovisual, o capítulo dentro
de la todavía no debatida ley de cultura, que sólo empezará a dar verdaderos
resultados en el 2017. ¿Y mientras tanto? No hemos visto de su parte soluciones
imaginativas para salvaguardar el boca a boca que había sido clave hasta hace
poco.
2016, el año en que se cumple una
década de la existencia de la ley de fomento al cine nacional, llega con
interrogantes abiertas. Sin duda, mirando el decenio en su conjunto, el balance
será positivo, pero un aparente exceso de confianza puede dilapidar el
incipiente capital simbólico que se había acumulado.
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